domingo, 14 de julio de 2013

EN TORNO AL APRENDIZAJE DEL LÉXICO. BASES PSICOLINGÜÍSTICAS DE LA PLANIFICACIÓN CURRICULAR 
Humberto López Morales

 Dentro de la lingüística aplicada de la última década, los estudios en torno al léxico han experimentado una asombrosa floración, tanta que ya no es posible considerar al vocabulario una "víctima de la discriminación de los investigadores" como anotaba Levenston en 1979. Es cierto que ahora -como antes- el grueso de la bibliografía producida ha girado en torno a problemas de la adquisición en Ll: los primeros pasos del niño en la construcción de su lexicón mental, tanto en los aspectos fonéticos, como morfosintácticos, semánticos y pragmáticos. El muy reciente volumen colectivo editado por Michael D. Smith y John L. Locke [1980] es un excelente compendio y una puesta al día de todos estos intereses científicos de los últimos años. No es posible ignorar, sin embargo, que a pesar de los deslindes entre adquisición y aprendizaje -necesarios y hasta imprescindibles por imperativos teóricos- existen puntos de interés común entre ambos, como por ejemplo, lo relativo a la estructura del lexicón mental. Bien es verdad que estos estudios se encuentran en una etapa de desarrollo tan precaria que su aprovechamiento para el aprendizaje se hace difícil si no imposible. Lo relativo al aprendizaje del léxico, es decir, a los procesos artificiales de incorporación de unidades léxicas, controlados estos por entrenamientos programados, está aún a la espera de una atención más puntual y detenida enlo que respecta a Ll. No ha sido así para L2. Aquí el interés de los estudiosos ha dado muestras reiteradas, visibles a simple vista a través de copiosas bibliografías [Gairns y Redman 1986, Cárter 1987, Meara 1987, Cárter y McCarthy 1988] y de números especiales de revistas científicas [Nation y Cárter, eds. 1989]. Una revisión de estos trabajos evidencia que los intereses han sido múltiples: desde los más teóricos, como la construcción de modelos de lexicón mental, hasta los más pragmáticos, como el diseño de pruebas para medir la incorporación del vocabulario a la competencia lingüística. Es decir, desde la psicolingüística hasta mucho más allá de la lingüística aplicada, la didáctica de la enseñanza de lenguas. El propósito del presente trabajo es revisar algunos puntos del aprendizaje del léxico de L2 dentro de un marco psicolingüístico, aunque al paso surgirán consideraciones prácticas de importancia. El primer punto de esta revisión gira en torno a la organización del depósito léxico internalizado que llamamos lexicón mental. Los trabajos empeñados en descubrir esta estructura, centrados principalmente en Ll, se suceden -como sabemos desde hace muchos años, pero el balance que con tanta ecuanimidad nos ofrece Jean Aitchison [1987] deja muy en claro nuestra preocupante indigencia informativa. Su propia hipótesis, muy apoyada en factores pragmáticos de la comunicación, nos deja ante alternativas imposibles de conciliar con propósitos prácticos, digamos de programación curricular. Porque los procesos que describe y que -según ella- hacen posible la comprensión y la producción del léxico elude la solución al problema del almacenamiento de estas unidades, y consecuentemente, nos deja huérfanos de saberes sobre aspectos tan vitales como los mecanismos que llevan a ese ordenamiento, a esa estructura. Bien es verdad que mucho podemos aprender de actividades pragmáticas como comprender y producir, pero el hecho de que para la una se parta de indicios fonéticos, se pase después a la activación diseminada (de candidatos posibles), se reclame el concurso de la determinación de la clase de palabra para, por último, llegar a la identificación adecuada, y que para la otra, la producción, se arranque de la sustancia semántica y se desemboque en la realización de superficie -fónica o gráfica, según el canal empleado- gracias a un proceso paralelo pero no idéntico al anterior no es demasiado elocuente. Aitchison -y en esto sigue a otros psicolingüistas piensa en que un cierto ordenamiento fonológico (como al que se acercan los diccionarios con mayor o menor fidelidad) es imprescindible para llevar a cabo con éxito algunas de estas operaciones, mientras que por otra, ve como del todo necesaria la organización semántica por campos. Unas deducciones demasiado cercanas a lo empírico y carentes de cualquier novedad. La reutilización de la teoría de los campos semánticos, que a tanta controversia ha dado pie en los últimos tiempos, nos invita a volver sobre lo postulado por la ya clásica semántica estructural. No en balde Gregorio Salvador acaba de remozar un trabajo suyo de los años 60, en el que planteaba una sugerente idea: las asociaciones léxicas propiciadas por la pertenencia de ciertas unidades a un campo semántico determinado o a una familia de campos deben ser factor esencial en los trabajos de planificación para el aprendizaje del vocabulario. Si las investigaciones sobre Ll, encontradas y controvertibles, no han producido modelos del todo convincentes, se podrá imaginar con facilidad que las preguntas más importantes sobre el lexicón mental de L2 estén todavía sin respuestas concluyentes. No ya las de más alto nivel de abstracción -¿ambos lexicones, Ll y L2, forman uno solo?, ¿permanecen aislados en nuestra memoria?- sino otras más cercanas a planos muy superficiales de cualquier modelo como: ¿están los afijos ordenados por separado? Algunas investigaciones empíricas recientes, por ejemplo, parecen indicar que las palabras de L2 están ordenadas en la memoria de acuerdo a características fonológicas. Para Laufer [1989] esto es lo que se desprende de los errores de lectura encontrados en una prueba realizada con estudiantes de inglés de primer año de la Universidad de Haifa; el hecho de que hayan mal interpretado palabras como cute/acute, valuable/available, etc. probaría que en la búsqueda de estos términos en sus respectivos lexicones los alumnos fueron engañados por las semejanzas fónicas entre la palabra en cuestión y un lexema vecino. De aquí concluye que mientras en Ll la organización descansa en principios semánticos, en L2, por el contrario, el lexicón se organiza según criterios fonológicos. Es evidente que Laufer está trabajando con recepción de textos escritos, lo que delimita drásticamente sus observaciones a una tarea específica del manejo del lexicón: su comprensión, mediante identificación gráfica. Dejando aparte los problemas que esto último acarrea en la intepretación adecuada de sus datos, no parece que haya diferencias mayores entre Ll y L2 con respecto a la organización de las unidades léxicas para comprender que parten de un orden fonológico, pues son varias las posturas teóricas que así lo proclaman. Otra cosa muy diferente es la producción, en la que la organización semántica parece primar. Las diferencias, por lo tanto, que Laufer cree ver en la estructura de ambos lexicones (ya que tácitamente se pronuncia en favor de esta alternativa), no obedecen al rasgo L1/L2 sino a la oposición red bir/producir, procesos aparentemente idénticos en ambas lenguas. Por otra parte, sus datos también lo inclinan a ver a los prefijos ordenados por separado, pues de otro modo no se encontraría explicación fácil para errores del tipo discourse leído dis-course y entendido, por lo tanto, como sin dirección. Laufer no maneja datos estadísticos, de manera que el lector se queda sin saber si está ante casos ocasionales o si se trata de un fenómeno sistemático entre sus estudiantes hebreos y árabes. De todos modos, es asunto que se ha trabajado intensamente y existen razones de peso para cuestionar tal tipo de almacenamiento. La hipótesis de que las palabras podrían estar almacenadas por raíces, con los posibles prefijos añadidos en una lista que completa la entrada, versión mucho más refinada que la expuesta por Laufer, sólo parece corroborarse en algunos experimentos sumamente artificiales. En realidad no hay conexión semántica evidente entre, por ejemplo, las apariciones del formante con- en voces como consumir, conferir, concebir, condenar, etc. Los hablantes que no supiesen latín tendrían graves problemas en manejar separadamente estos elementos. Además, el análisis de los errores de habla (no de lectura) revela que las palabras con prefijo conservan su parte inicial con tanta frecuencia como las que no lo llevan, situación curiosa si los prefijos fueran fácilmente desprendibles. Todo parece indicar, pues, que las raíces y los prefijos están juntos en el lexicón mental, al menos en los casos en que estos van siempre unidos a una raíz (rejuvenecer, no *juvenecer); en las demás ocasiones (feliz/infeliz) es difícil ser tan categórico, aunque se esperaría que también, al menos en los casos más frecuentes, los prefijos estuviesen unidos a la palabra en la misma entrada. Como se ve por el ejemplo señalado los estudios en este sentido no han progresado lo suficiente como para movernos en terreno seguro. Pero los trabajos empíricos en Ll nos han dejado otro dato: las palabras más frecuentes y también las que se han adquirido primero, debido a que son más fáciles de encontrar, deben estar almacenadas en la parte alta del lexicón. Se concibe así éste como un listado con prioridades; el grado de éxito de la búsqueda, hecha siempre de arriba a abajo, está en relación asociativa fuerte con el lugar que la unidad ocupe en el listado. Otros estudiosos oponen a esta conceptualización, patrocinada por la frecuencia de uso y por la antigüedad del almacenamiento, una vanante significativa. No existe un solo listado en el que las unidades aparezcan en orden decreciente, sino dos: uno, más pequeño, de palabras de alta posibilidad de aparición en el discurso, y otro, de carácter general. La búsqueda comienza por el primero y si allí no se obtienen resultados, se va al general. Ambas propuestas necesitan de algunos comentarios. Si nuestro almacén léxico se encuentra ordenado mediante criterios estadísticos exclusivamente, habrá que dar respuesta a una serie de interrogantes importantes. Primero, se necesita refinar lo relativo a los factores matemáticos del análisis. La misma Aitchison no parece distinguir bien entre frecuencia y disponibilidad, confusión calamitosa y hasta sorprendente, sobre todo hoy que tanto se han renovado estas últimas pesquisas. La terminología usada por la psicolingüista británica- "palabras más usadas, vocablos más manejados", etc.- habla en favor de la frecuencia, es decir, de lexemas realizados en el discurso. Pero ya es muy sabido que las mejores candidatas a una realización frecuente son aquellas unidades que reúnen ciertos requisitos, encabezados todos por un rasgo primordial: el grado de concreción de la sustancia semántica. La probabilidad de realización aumenta a medida que el lexema es menos concreto, es decir, está menos condicionado por el terna del discurso. Basta abrir un diccionario de frecuencias o un léxico básico para cerciorarnos de que los lugares más altos están ocupados por palabras gramaticales. El léxico disponible, en cambio, sólo se realiza si en la comunicación se satisfacen ciertos requisitos temáticos; muchas unidades disponibles para un hablante no se actualizan, sin embargo, en horas y horas de grabación espontánea, sólo porque la conversación no ha girado en torno a un tema que permita su llegada al texto. La poca estabilidad estadística de los lexemas muy concretos hace que se activen, que salgan del almacén, en situaciones muy específicas. De ahí que las metodologías para investigar en ambos campos sean diametralmente opuestas: la frecuencia es la sumatoria de un conteo efectuado sobre un corpus o un conjunto de corpora, de lexemas actualizados; la disponibilidad es el resultado de una prueba asociativa que parte de unos estímulos predeterminados, que logran activar artificialmente unas unidades archivadas en el lexicón mental. Habría que determinar si la frecuencia per se interviene en la estructuración del depósito léxico internalizado o si más bien hay que acudir a estudios de disponibilidad que, desde luego, son más abarcadores. Ya la psicolingüística ha hecho uso intenso de pruebas asociativas de vocabulario, pero sólo pedían una palabra como reacción. Esto hace que se disponga de toda la información que puede desprenderse de esos tests, que no es mucha. Las asociaciones se establecen a base de hábitos: pluma/lápiz, sobre/sello, luna/estrellas. A pesar de los refinamientos metodológicos posteriores los hallazgos no pasan de los siguientes: 1) los hablantes siempre seleccionan elementos del mismo campo léxico de la palabra original, 2) casi siempre seleccionan la pareja si la palabra-estímulo es un elemento de un par {marido/mujer) o tiene opuestos evidentes {grande/pequeño), y 3)los sujetos suelen responder con una palabra de la misma clase gramatical. Es evidente que semejantes informaciones son poco productivas -a pesar del intento que constituyó la llamada teoría de la red- para construir un plano del lexicón mental. Aitchison misma reconoce que hay tres razones muy importantes para desestimarla: 1) estos experimentos constituyen un tipo de actividad bastante artificial, 2) sólo se consigue una palabra por respuesta, lo que deja sin saber las otras relaciones existentes, y 3) los resultados comunes suelen quedar alterados tan pronto como el estímulo deja de ser una palabra y se convierte en un grupo de ellas; así, al vocablo luna se responde generalmente sol, noche o estrella, pero si luna aparece en un grupo junto a elefante, auditorio, ballena y estadio los sujetos tienden a responder grande. Estas dos últimas circunstancias actúan como una llamada de atención hacia el estudio de las relaciones entre los vocablos actualizados en una prueba de disponibilidad. Beneficio muy especial en esta línea de investigación podrá sacarse de los índices de cohesión, desarrollados por Max Echeverría y sus colaboradores [1991]. Este índice trabaja esencialmente con el promedio de respuestas y el número de palabras diferentes. La forma de relacionar ambos elementos es dividir uno entre el otro, obteniéndose un valor 1 en los casos hipotéticos en que todos los sujetos respondieran las mismas palabras en su encuesta léxica. Cuanto más variadas sean las respuestas, menor será el índice de cohesión; es decir, habrá mayor dispersión. El índice de cohesión informa si el centro de interés es cerrado o compacto o más bien abierto y difuso. A la psicolingüística le interesan sobremanera los primeros, pues ello indica que colectivamente se da una relación específica entre unas palabras y otras, y su orden de aparición. La investigación que comento descubrió que el centro de interés que presentaba mayor cohesión fue el de 'ropa' y en orden descendiente 'naturaleza', 'casa', 'cocina' y 'herramientas'. En el primero, los vocablos pantalón, camisa y calcetín constituyeron un bloque, casi sin excepciones, y blusa, chaleco, polera, zapato y vestido, otro bloque igualmente constante. En el primero, los índices de disponibilidad iban de .714 a .415; en el segundo, de .352 a .285. Estos datos refuerzan puntos muy conocidos -mismo campo léxico-semántico, obligado por la estructura de la prueba, misma clase de palabra-, pero ofrecen otros cuya exploración detenida podría arrojar nueva luz sobre la estructura del lexicón mental. Las investigaciones de disponibilidad léxica en L2 son muy escasas [Meara 1978, Azurmendi 1983] pero no parecen ofrecer información idiosincrática. A despecho de que sea necesario contar con más datos empíricos sobre la cuestión, podemos adelantar la existencia de un paralelismo básico en cuanto a disponibilidad léxica en Ll y en L2: los mismos avances y las mismas insuficiencias. Nuestras incertidumbres sobre la estructura del lexicón mental nos imposibilitan aprovechar las características de esta estructuración para facilitar la planificación del aprendizaje del léxico desconocido, tanto en Ll como en L2. De manera casi intuitiva podría pensarse en grandes organizaciones semánticas, sobre las cuales aplicar índices de frecuencia y de disponibilidad, pero el estado actual de la investigación no nos permite ir más lejos. De espaldas, por lo tanto, a los beneficios que podrían obtenerse de esos saberes, la psicolingüística se ha lanzado a trabajar en otras direcciones. La de mayor rendimiento funcional es la que investiga las condiciones cuantitativas de la incorporación de nuevas unidades léxicas. La pregunta clave era aquí: ¿cuántas exposiciones son necesarias para que una nueva unidad se incorpore al lexicón mental, a la competencia lingüística del sujeto? A esta cuestión se suman otras que intentan dilucidar, entre los varios tipos de exposición, cuál es el más económico. Las preocupaciones sobre el asunto comenzaron a manifestarse con B. J. Underwood y R. W. Schultz en 1960, quienes en términos generales hablaban de una cifra que fluctuaba entre las 10 y las 20 exposiciones. Dos importantes trabajos de la década del 70, los de F. I. M. Craig y R. S. Lockhart [1972], y el de J. Emig [1977] asociaron la cantidad de exposiciones necesarias con la profundidad con que el sujeto analizara la palabra en sus contactos. Pero el trabajo que realmente marca un hito significativo fue el de James E. Coomber, David A. Ramstad y Dee Ann R. Sheets [1986]. Los autores seleccionaron tres métodos de contacto que conllevaban diferentes grados de análisis: 1) el de selección múltiple de definiciones, 2) el de selección múltiple de ejemplos y 3) el de dar respuesta completa a preguntas que llevasen la nueva unidad léxica. El material manejado estuvo constituido por un minilexicón de 10 entradas completamente inventadas en su forma (aunque siguiendo los parámetros fonológicos del inglés) a las que se adscribieron significados aleatorios. Las palabras de este lexicón eran todos verbos (en su forma de infinitivo) compuestos por tres sílabas y seis letras. Los investigadores dieron comienzo a cada sesión del experimento leyendo en voz alta a los alumnos de primer año de universidad (en Corcordia College, Minnesota) las palabras de este lexicón con las definiciones respectivas. Después, repartían los ejercicios correspondientes al método en cuestión. Los resultados fueron muy aleccionadores: el método más económico fue el de dar respuesta a preguntas, que sin duda exige del estudiante un mayor análisis de la unidad; los otros dos quedaron muy en segundo lugar sin diferencias significativas entre ellos. Pero esta investigación correspondía al mundo anglohablante, y por otra parte, dejaba en el tintero información posiblemente productiva. Debido a ello Gloria Matanzo [1991] llevó a cabo un estudio tipo réplica en Puerto Rico, pero añadiendo al menos dos puntos novedosos: análisis de covariación teniendo en cuenta un abanico de variables sociales (sexo, procedencia escolar preuniversitaria: pública, privada, ambas, y nivel sociocultural), y además, variabilidad en cuanto a clase de palabras, no sólo verbos sino nombres, adjetivos y adverbios. Su minilexicón -esta vez compuesto por 20 entradas- fue elaborado siguiendo de cerca las pautas del trabajo de Coomber et alii: formas inventadas, sin variación silábica ni de número de grafemas, con significados aleatorios; su estructura fue de 10 nombres, 4 verbos, 5 adjetivos y un adverbio, siguiendo en esto las proporciones observadas en el Léxico básico del español de Puerto Rico [Morales, 1986]. Algunos de los resultados no fueron sorprendentes. De nuevo aquí el método de responder preguntas fue el más eficaz, con una media de 8.5 exposiciones, seguido de la selección de definiciones, con 10.7 y, por último, de la selección de ejemplos, con una media de 12 exposiciones. Aunque los datos de Puerto Rico discriminan mejor entre los métodos electivos, el orden general de eficacia se mantiene paralelo al de la investigación norteamericana. Las sorpresas -al menos relativas- vienen del análisis de las variables sociales. Todas ellas quedaron completamente neutralizadas. Nada (o nad;' estadísticamente significativo) cuentan en el éxito de la incorporación de nuevas unidades al lexicón mental de esta muestra de población estudiantil ni el sexo, ni la procedencia preuniversitaria ni tampoco el nivel sociocultural de sus familias. Pero bien mirado, los datos no son tan chocantes puesto que el experimento no mide saberes adquiridos ya, en los que sin duda sí influyen ciertos factores sociales, sino capacidad para responder a un entrenamiento específico. Otro punto novedoso es el que las categorías nominales, concretamente los nombres, necesiten menos exposiciones que las demás. Habrá que seguir averiguando qué factores propician esta más rápida incorporación de los nombres, lematizados en el minilexicón igual que las otras clases de palabras variables. Aunque han quedado fuera del experimento otros métodos de contacto y aunque las muestras han estado circunscritas al primer año de universidad, entre otras peculiaridades menores de estas pesquisas, parece necesario reconocer que la expansión del lexicón mental con nuevas unidades requiere de un proceso con exposiciones reiteradas, que los estudios empíricos realizados, hasta la fecha sitúan alrededor de una media general de 10. No conozco ninguna investigación paralela en L2, de manera que huelgan las comparaciones. Convendría dedicar atención a este importante aspecto del aprendizaje, pero hasta el momento los esfuerzos en L2 han ido dirigidos a cuestiones más superficiales, generalmente enmarcados dentro de las tareas de comprensión lectora -inferencias, transparencias, etc.- si exceptuamos algunas hipótesis muy seductoras, pero que no han recibido la debida corroboración empírica. Me refiero, por ejemplo, a las propuestas de Haastrup, quien, apoyado en sus experiencias como profesor de inglés a alumnos daneses, postula que los lexemas de L2 se retienen mejor en la memoria, no a través del método de presentación y refuerzo que acabamos de presentar, sino mediante procesos de inferencia y de retroalimentación (feed-back). Esta primera hipótesis general va acompañada de otra que dice que si una palabra se aprende en un contexto que ofrezca pocos elementos interpretativos (es decir, que el proceso de inferencia se ha basado en claves lingüísticas), esta se retiene mejor que en los casos en el que el contexto proporciona claves fáciles para entender su significado. Se trata de ideas elaboradas tras Gairns et alii [1986], basadas en el principio de que los procesos de interferencia significan que el hablante (en este caso el lector) se enfrenta a decisiones iniciales más difíciles que en las tareas de presentación y refuerzo. En realidad se parte en ambos casos de idénticas bases: a mayor grado de procesamiento, mayor éxito en la incorporación de lexemas al lexicón mental. Sería deseable que investigaciones futuras se encargaran de demostrar cuál de estos dos grandes acercamientos resulta más práctico y económico. Hoy sabemos, al menos, que el primero de ellos tiene importantísimas implicaciones para la planificación del aprendizaje del léxico materno y del extranjero, y también las consecuencias de no tomarlos en consideración. Un reciente examen de la cuestión hecho por Carmen Orama [1990] en los seis años que integran la escuela primaria en Puerto Rico denuncian lo siguiente. Del léxico que debe ser aprendido en cada uno de estos grados, los alumnos del primero han incorporado cerca del 60% desde aquí las cifras comienzan a bajar drásticamente (segundo, 52%; tercero, 38%; cuarto, 36%; quinto, 35%) Hasta el sexto donde se observa una pequeña recuperación equivalente al 42%. Las pruebas de donde surgen los datos que comento se hicieron al comienzo del año escolar siguiente y medían dominio pasivo del léxico supuestamente incorporado. La investigación manejó pruebas y criterios estadísticos ad usum; es posible que si el análisis hubiese sido hecho con los modelos matrices presentados recientemente por Meara [1989] los datos hubiesen sido otros, pero no más positivos. Dejando de lado otros graves defectos de esa vetusta planificación, la clave primordial del no aprendizaje en proporciones tan alarmantes está precisamente en el desconocimiento de que es necesario proporcionar oportunidad para una serie de exposiciones, si se quiere expandir el lexicón mental de los alumnos y no que entiendan un texto dado de manera provisional, como suele suceder al manejar léxico potencial y receptivo. Examinando el listado de palabras nuevas que el maestro debe "enseñar" en sexto grado, se observa que son 482. El cómputo no puede ser más elemental: si, en términos generales, se necesitan 10 exposiciones de cada unidad (aunque no sabemos si las medias obtenidas para primer año de universidad se mantienen o no en estos grados) y si cada una de ellas consumiera un minuto de clase, serán necesarios unos 4.820 minutos -es decir, unas 80 horas- sólo para alcanzar los objetivos de esta parte del programa, que es el enriquecimiento del vocabulario. Encuestas esporádicas hechas a maestros de este grado confirman la suposición de que en la mayoría de los casos las exposiciones no pasaban de dos y tenían carácter de fortuitas u ocasionales. Los resultados no pueden ser más elocuentes. Es cierto que las investigaciones llevadas a cabo hasta la fecha, que coinciden en manejar palabras inventadas para asegurar su carácter de novedad, traducen una realidad léxica muy dura que sólo se da ocasionalmente, ya que elimina todos los casos posibles de transparencias parciales (derivados, compuestos, aspectos formales, como tamaño del lexema, etc.), y en el caso de L2, trasferencias de todo tipo, pero parece obligar a revisar nuestras ideas sobre la supuesta facilidad de adquirir palabras de contenido semántico muy concreto y viceversa, como es creencia común [Takala,1984]. Esta lección de Puerto Rico y otras parecidas deberían llamar la atención de los programadores en el sentido de que es necesario una selección muy cuidadosa de las unidades léxicas que van a ser incorporadas a la competencia léxica del escolar puesto que la nómina tiene que ser por fuerza limitada. Con respecto a Ll, permítaseme volver sobre el caso de Puerto Rico, donde la planificación se ha hecho sobre bases completamente anacrónicas, Orama ha hecho una comparación entre los lexemas pertenecientes a la planificación curricular y el Léxico básico del español de Puerto Rico, que representa la realidad léxica actual del país. Los resultados de su análisis indican que mientras en primer grado hay una coincidencia entre ambos de casi un 80%, a medida que nos alejamos de este grado inicial las discrepancias aumentan hasta alcanzar cifras desconcertantes, que apenas sobrepasan el 20% en sexto grado. Esto significa que la planificación incluye una buena cantidad de términos completamente ajenos a la norma léxica actual de esa comunidad de habla. Es cierto que los casi 5.000 lexemas que integran este léxico básico no pueden ser aprendidos en los años de escuela primaria, debido principalmente al hecho de que la complejidad semántica de muchos lexemas exige un mayor desarrollo de la capacidad cognoscitiva de esos escolares. Pero una buena selección no es sólo posible sino obligatoria. Estar, circunstancias nos llevan una vez más a cuestiones relativas a inventarios o nóminas léxicas de base, que tanto han ocupado la atención de la lingüística aplicada, primero en L2 y ahora en L.1, y que muestran una amplia gama de criterios de selección y de ordenamiento de lexemas, como ha puesto de manifiesto van Els et alii, [1984]. Aunque estos asuntos exceden los límites del presente trabajo, quisiera subrayar que los errores de selección léxica, sin duda más graves en L2, conducen a una visión artificial, irreal del perfil léxico de una comunidad dada, como ha demostrado Pedro Benítez en un trabajo reciente. [Benítez, en prensa]. Las conclusiones que pueden sacarse de todo lo expuesto son las siguientes. Desafortunadamente nuestro conocimiento de la estructura del lexicón mental es precario. Si así no fuera, el planificador tendría un gran aliado pues su trabajo respondería a esas características para facilitar el aprendizaje. Pero hay otros instrumentos que lo pueden auxiliar: los lé-xicos básicos, los léxicos disponibles, y otras nóminas de semejante naturaleza que impiden la planificación subjetiva, convenientemente ponderados los datos que patrocinan las cifras, y el resultado de investigaciones que estudian la relación entre cantidad de exposiciones y tipo (según su grado analítico) de contacto. De momento, según el estado de la investigación en la psicolingüística, no es mucho más de lo que disponemos para ofrecer a los planificadores curriculares. Sin embargo, estos saberes no deben ser desaprovechados si queremos que nuestras poblaciones estudiantiles aprendan el vocabulario necesario y adecuado que les permita llevar a cabo actos comunicativos precisos y exitosos, tanto en sus lenguas maternas como en las extranjeras.

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